El vuelo de las libélulas: Premio Internacional de Cuentos breves ‘Maestro Francisco González Ruiz’

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El hombre miraba las libélulas, maravillado por su iridiscencia a la luz fría y peligrosa de la luna. Cualquier cosa, como la presencia de los insectos, rompía la monotonía de la guardia. Desde su cráter, abierto por una granada de mortero, se preguntaba por la misteriosa presencia de libélulas en medio de ese campo devastado. Luego se acordó del río que discurría a menos de un kilómetro y lo entendió. Aprovechaba la luz de la luna llena para revisar su pistola. El arma parecía de juguete entre sus manos grandes. Se acordó de Nora, sentada en la hierba, junto a la desembocadura del Orwell.

 

Nora miraba el retrato de él, en uniforme militar. Fuera se oían panderetas y voces, entonando villancicos. Habían pasado siete meses desde que él se marchó al continente. ¡Se sintió tan sola! Cada noche echaba de menos sus grandes manos, sus dedos casi cuadrados, cubriendo en el sueño su pecho. Hasta que supo que llevaba algo dentro. Ahora sentía en el vientre las pataditas, como si supiera que era Navidad. “¿Oirá la música de fuera?” Derramó una lágrima por él, que ahora estaba más solo que ella. Pensó que el año siguiente serían tres y que ya nunca se sentirían solos. Se le vino a la cabeza una balada muy romántica y la canturreó: “…my lonely nights are through, dear”.

También al francotirador le llamaron la atención las libélulas, que no entienden de frentes ni trincheras. Hubo un momento en que una de ellas se quedó suspendida frente a él, mirándolo con sus miles de ojos. No pudo evitar un escalofrío.

Barrió con su mirada el horizonte, como le enseñaron que había que hacer en la noche, sin detenerse mucho tiempo en ningún punto concreto. Vio alejarse los reflejos tornalunados de los insectos. Entonces vio recortada enfrente, por unos segundos, una silueta humana. No lo podía asegurar pero creyó ver a las libélulas en torno al cráter, estáticas en el aire y quizá mirando a alguien como él.

Hizo una señal con el brazo a su compañero para que orientara la ametralladora. Liberó el seguro, se restregó los ojos, encajó la culata en el hombro, cerró el ojo izquierdo y acopló el derecho a la mira telescópica, apuntó, contuvo la respiración. Sólo sentía los latidos de su corazón y el calor de la sangre. Acarició sensualmente el gatillo cóncavo, apretó con lentitud amortiguada y disparó. La bala trazadora voló en la noche, como una libélula brillante y supersónica, y apagó la vida que se interpuso en su trayectoria. A la detonación solitaria siguió, en cuestión de segundos, el tableteo de la MG42. Pero ya no era necesario. Hizo una nueva señal y todo quedó, de nuevo, en silencio. Sólo la peligrosa luna brillaba en todo su esplendor. Se acordó de su mujer y de su hija, del hogar en Ulm. ¡Qué bonita era allí la Navidad!

Pensó en el combatiente al que había matado. Las libélulas ya no estaban. No volvería a verlas nunca más.

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